Todo empezó en uno de esos momentos en los que cojo un boli “solo para despejarme”. Ya sabes: cinco minutos de dibujitos, nada serio… o eso creía yo. El caso es que ese día mi mano decidió que lo único que existía en el universo eran los círculos. Círculos grandes, pequeños, torcidos, en espiral… un festival geométrico sin pies ni cabeza.
Cerré el cuaderno pensando: “Bueno, al menos no ha acabado pareciendo un revoltijo imposible de círculos.”
Pero la historia no terminó ahí.
Un tiempo después pensé en una persona muy especial —de esas que te alegran el día sin proponérselo— y, de repente, mi cerebro saltó con la idea:
“¿Te acuerdas de tus círculos? Pues haz un cuadro. En 3D. Sí, sí, tú misma.”
Y claro… me vine arriba.
De pronto estaba rodeada de un montón de círculos que parecían estar negociando entre ellos dónde querían colocarse. Cada uno con su personalidad, un auténtico show de círculos.
Y entonces llegó el momento de poner el último trazo.
No voy a decir que me iluminó ningún espíritu artístico, pero cuando me eché un poco hacia atrás para ver el cuadro entero pensé:
“Pues oye, para haber empezado como un garabato de esos que hago cuando me aburro… ha salido bastante digno.”
Tenía volumen, tenía movimiento, y casi daba la sensación de que, si te descuidabas, uno de los círculos iba a saltar del cuadro para buscar aventuras.
Se lo regalé a esa persona especial con la típica mezcla de ilusión y nervios, esperando que no me preguntara: “¿Y esto por qué?”
Pero nada, le encantó. Tanto, que ahora lo tiene colgado como si fuera una obra seria.
Y cada vez que lo veo ahí tan digno pienso:
Todo esto por un dibujo tonto que hice sin pensar.
Quién me lo iba a decir.

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